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Sus manos, hechas al
papel de estraza de envolver garbanzos, hechas al cuchillo de cortar,
fino pulso, chorizo de la Sierra, sostenían temblonas el fusil de la
guerra cuando el sargento, Africa tan cerca en los galones, les iba
pasando lista:
-Triunfo Gómez...
Y del pelotón salía su segundo apellido:
-¡Ortiz!
Y el sargento con la risa suficiente ante los reclutas, se le quedó
riendo:
-¿Así que Triunfo? ¿Qué nombre es ese? ¿Un nombre de los rojos, no?
Y el recluta, temblona sus manos de pesar chícharos, de coger la espátula
de la manteca colorá, apenas dijo:
-No, mi sargento, es un nombre de la Montaña...
-Pues eso -siguió entre risas el sargento- ni es nombre ni es ná...
Triunfo, Triunfo...¡Será Trifón!
Y Trifón se le quedó desde aquel día de la guerra al bueno de Trifón,
al trabajador de Trifón, al honrado de Trifón. Qué tristeza de noviembre
recordar la vida de Trifón, triste como un largo, lluvioso mes de noviembre...Sevilla
le concede un título, que venía el domingo en su esquela. Bajo el nombre
ponía "Trifón" como otros se ponen duque de esto o marqués
de lo otro. Su título, ganado a pulso de cortar jamón,
hecho de grandes sudores del babi de montañés, era el prestigio de un
nombre comercial ennoblecido por el trabajo.
Pero la vida de Trifón fue, como la de tantos montañeses de Sevilla,
muy triste. Llegó aquí el año 29 y se metió de aprendiz en la tienda
del Reloj, en el Arenal. De allí no salió hasta que se lo llevaron a
la guerra. Ni domingos ni fiestas. La triste esclavitud de los internos
del comercio. La familia, lejos, en el valle, en la otra zona, sin saber
qué le había pasado. Siete, ocho años sin verlos. Y al final de la guerra,
en Monterrubio, cuando la batalla de Peñarroya, un tiro; los rojos que
decía el sargento le pegaron un tiro a Triunfo. Se lo traen a Sevilla,
lo licencian. Sólo entonces, primer año triunfal, aquel muchacho que
vino a Sevilla de calzón corto, puede acudir a la Montaña a ver a sus
padres. A los hermanos no los conocía, habían nacido en su ausencia;
a sus padres no los roconocía. Que del valle salió un niño y volvía
un hombre de veintidós años.
Pero Sevilla tiene una especial atraccción para los montañeses que cortaron
las cadenas del puente de barcas con San Fernando. Es como si ellos
se hubieran atado a la Torre Fortísima con esas cadenas. Trifón volvió
al Reloj, encerrado tras el mostrador, ahorrando hasta la última peseta.
Ni al Betis iba los domingos por aquel entonces. Juntó unas perras y
se independizó en la calle San Luís, cerca de Pumarejo. Aquella Sevilla
le parecía a Trifón otra ciudad, y no paró hasta que volvió cerca del
Arenal, a la calle Jimios, frente a la barbería de Bolaños y le puso
a su tienda el nombre de un recuerdo en flor: "La Flor de Toranzo".
Labró una casa en Sevilla y otra casa en la Montaña, dió ejemplo de
trabajo a una familia y de humildad a una ciudad, qué arte de estar
en su sitio el de estos montañeses en la Sevilla que rinde culto a las
formas...
Ahora que lo hemos despedido en noviembre, he recordado la triste, entregada
vida de trabajo de Trifón. El babi que fue su gloria habrá sido su mortaja.
Noble babi de los montañeses de Sevilla, que sólo se quitaban los domingos
por la tarde. para ir a ver al Betis. ¿Por qué los montañeses, don Antonio
González Nicolás, se hacen tan sevillanos, tan de las cofradías, tan
béticos?
El domingo, en el campo del Betis, faltó un minuto de silencio por Trifón.
Un minuto de silencio por todos aquellos chicucos honrados, siervos
de la gleba del garbanzo y la manteca colorá, que alcanzaban su gloria
cuando llegaba el domingo, se quitaban el babi, se iban a Heliópolis,
soñaban el verde de un valle querido y lejano, y volvían más sevillanos
a encerrarse otra vez detrás de un mostrador. Adiós, Trifón, señor del
lomo en manteca de Benaoján; adiós, viejo chicuco ennoblecido por el
trabajo y por Sevilla. Si en el Betis no hubo silencio, los mostradores
de los montañeses de Sevilla llevan hoy luto por usted...
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